La teoría, ya se sabe, era impecable. El Régimen Beckham nació con la promesa de atraer talento extranjero (altamente cualificado, bien remunerado y con ganas de contribuir a la economía española) mediante un sistema fiscal benévolo y sencillo. Bastaba con cumplir unos simples requisitos muy razonables y, a cambio, el impatriado era premiado con un trato tributario más favorable por convertirse en un nuevo contribuyente. Nada de trampas. Todo claro, al menos sobre el papel. Pero si algo ha quedado demostrado en esta España nuestra (tan aficionada a complicar lo simple y enturbiar lo transparente) es que entre lo que se promete y lo que se ejecuta media, a menudo, un abismo.

            Como era de esperar, la Agencia Tributaria Española ha convertido en un sendero tortuoso, el que debería ser un camino recto y sencillo. Quienes, confiando en la buena fe del Estado Español, aplicaron el Régimen Beckham, hoy desfilan por un calvario administrativo con la resignación de quien sabe que, en esta tierra, ni siquiera el extranjero se escapa a los excesos del fisco español.

            Lo escrito en este artículo no es algo nuevo. A estas alturas, pocos ignoran el trato áspero que la Agencia Tributaria dispensa a sus propios ciudadanos. Así que no nos sorprende que los recién llegados tampoco hallen compasión. Aquí no se salva nadie. Hacienda somos todos… y el suplicio es común.

            En fechas recientes, los métodos empleados por nuestra Hacienda han sido objeto de severas (y, por qué no decirlo, merecidas) críticas en los medios internacionales. Se cuestionan sus formas, sus excesos y sus modos inquisitoriales al tratar con los no residentes acogidos al Régimen Beckham. Y lo cierto es que esas críticas no son más que el preludio de algo mayor. Una grieta en el muro. La punta del iceberg.

            La realidad que se impone, tan fría como las cifras del déficit, es que la deuda pública no deja de aumentar. Y el Estado, como un jugador en la ruina, busca desesperadamente nuevas fuentes de ingreso. Lo preocupante no es la búsqueda en sí, sino el método elegido: un sistema de incentivos económicos que premia al funcionario no por su justicia o prudencia, sino por la cantidad recaudada. Así, se recompensa el celo fiscal, cuanto más feroz, mejor. El resultado: una administración que huele más a cobrador medieval que a garante de la legalidad.

            Imaginemos, por un momento, a un juez cuyo sueldo dependiera del número de condenas dictadas. O un médico bonificado por el número de diagnósticos alarmantes que emite. Absurdo, ¿verdad? Pues ese es, en esencia, el modelo que comienza a imperar en la Agencia Tributaria. Un modelo donde, de no cambiar drásticamente, el lema no escrito será: “la recaudación justifica la extorsión”. Porque por desgracia, en España, la presunción de inocencia dura lo que tarda Hacienda en tocar a la puerta. Y no, no es una exageración gratuita, sino una llamada de atención.

            No olvidemos que no se trata de demonizar al funcionario (al final y al cabo, es humano, y como tal, influenciable por los incentivos y el miedo a las consecuencias en caso de no cumplir “los objetivos marcados”), pero sí de denunciar un sistema que lo empuja al exceso, lo premia por cruzar líneas y lo protege cuando lo hace. Una cosa es entender las razones que llevan a alguien a actuar mal, y otra, muy distinta, es tolerar el abuso con resignación.

            El miedo que sufren los contribuyentes cuando reciben una notificación de Hacienda, incluso sabiendo que han actuado correctamente, es el síntoma más claro de que algo se ha roto en nuestro sistema. Y no podemos permitirlo. Hacienda somos todos, sí, pero todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. 

            En un Estado de derecho como el nuestro, no puede tener cabida la impunidad de una administración que, bajo el pretexto de recaudar por el bien común, atropella derechos y convierte a los ciudadanos en presuntos delincuentes por defecto. No somos evasores, ni mentirosos, ni tramposos. Somos obligados tributarios. Y no podemos olvidarlo nunca porque olvidarlo conllevaría que hemos renunciado a la justicia, en su máximo expresión. Hay momentos en los que callar es claudicar y este no es el momento de resignarse…

            Por ello, cada día son más los que, hartos de los abusos, deciden alzar la voz y acudir a TOMARIAL ABOGADOS ECONOMISTAS Y CONSULTORES en donde defendemos lo que por derecho les corresponde.

María Estevan

Colaboradora Área Contencioso-Tributaria

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